viernes, 22 de julio de 2011

Todo sobre mis uñas

Llegué al punto de mi vida en el que debo hacer una confesión: devoro mis uñas (y tengo además memoria eidética). Cada imagen que recuerdo se presenta muy colorida y nítida, hay precisión en los detalles. Recuerdo fragmentos de mi vida dotados de 360 grados. Puedo cerrar los ojos y recuperar toda la escena: aquí el sillón verde con botones en el centro de cada almohadón; la luz que se escapa por la pantalla del velador de pie corre en dos direcciones: hacia arriba, volviendo evidente así la oscuridad que se derrama sobre la pared, y hacia el costado del almohadón derecho  (esto a su vez le da al almohadón izquierdo una tonalidad diferente, como si quisiera diferenciarse del otro por la luz que a éste le llega, pero deseara también la sombra que se escapa de la pantalla). De pronto la imagen es interrumpida por una niña que salta y se hunde en los almohadones, y en esa caída la luz y la sombra se vuelven oblicuas. El salto de la pequeña ha roto esa disputa visual que ocurría en un rincón de la casa.
Ella debe tener alrededor de 6 años. (Me miro de lejos y sé que estoy por hacerlo). Me miro ahora situándome en el cuerpo de aquella niña de 6 años y veo que unos deditos se acercan a la boca. Me pongo a roerlos como un ratón. Quito la mano… la detengo y la miro… observo con perseverancia… Los gestos repetidos se vuelven un hábito, el hábito se vuelve un ritual.
En esos momentos parece que el mundo se detiene junto con mi vista: un primer plano de unos dedos comidos, y no hay resto sólo mundo en silencio.
La pequeña yo vuelve a llevar los dedos a la boca. Muerdo las uñas, la piel, hasta sangrar. Muchas veces arranqué la cutícula, dejé que la sangre brotara y nuevamente… la detención del tiempo.
Es un arte comerse las uñas, produce en mí un efecto hipnótico del que no puedo desprenderme.
Desde que me recuerdo no se presenta ante mí una imagen en la que no esté comiéndome las uñas. A veces me pregunto por dónde empezar, están tan cortas que no pueden siquiera rasguñar. Entonces me encierro en el baño y con una pinza escarbo, tiro y arranco.
Son años y años y años de comer uñas. La forma de los dedos cambió, las puntas ahora son redondas, como la de los extraterrestres que muestran en las películas.
Me resulta muy difícil escribir todo esto. Cada palabra implica frenar alrededor de 4 minutos para comerme las uñas. Sería necesario entonces marcar las pausas, para que cuando se lean estas palabras…….. se comprenda que estos intervalos también han participado de esta escritura………..
Llegué a darme cachetazos, a interpelarme en una especie de grito finito casi aplastado: ¡basta cecilia! ¡basta! Pero no. Es más fuerte que mi voluntad….…….
Muchas veces dejé de hacer cosas por ir a comerme las uñas, como este preciso momento que acaba de pasar en el que me ausenté por 10 minutos –lo sé porque me fijé la hora antes de irme- para comerme las uñas. Sí, lo confieso: soy una comedora de uñas profesional.
Cuando a mi madre se le acabaron los remedios caseros –esmaltes con gusto ácido, piedras naturales de una herboristería que me dejaban los dedos negros y tenía que soportar al día siguiente las burlas de mis compañeros en la escuela, placebo de uñas postizas, etc.- mi padre me llevó con el doctor Saucedo, un pediatra que no tenía tacto para nada ya que me dijo que si seguía así me crecería una mano en la panza, a lo que le respondí con un lastimero llanto de angustia……………… ¡Yo te maldigo Saucedo!
A veces me sucede algo que llamo “ataque de uñas”. Son episodios de arrebatos de ansiedad donde no dejo de comerme la uña de cada dedo. Realizo una poda total después de un período de abstinencia. El momento posterior a estos raptos de pseudo-canibalismo que atentan contra mi cuerpo siento una gran frustración. Me angustio porque no pude contenerme. Cuando tengo estos ataques me lastimo y después no puedo cerrar las manos, el dolor es tal que tengo que alejarme de limones y otros cítricos cuyas gotas pudieran atentar contra mi tranquilidad. Si en ese momento tocara sal me arderían los dedos, o tal vez me volvería de piedra.
(Ahora que lo pienso, encuentro un argumento a favor: si no me comiera las uñas esto no podría ser escrito).
Sin embargo tengo un límite en el que dejo de comerlas: cuando paso las uñas por mi cara y ya no me raspan. Pero para llegar a ese punto debo atravesar todo este ritual que comenzó tiempo atrás, cuando la luz de la lámpara se escapaba para dejar a uno de los almohadones del sillón verde a merced de las sombras.




No hay comentarios: