lunes, 1 de agosto de 2011

La vida en prosa.

PARTE I: DE LOS CUERPOS QUE SON

Abro los ojos y en ese instante despierto. Hay un cuerpo en mi cama, lo siento. Giro mi cabeza y miro: es verdad. Hay un cuerpo en mi cama. Antes de tocar ese cuerpo, de inspeccionarlo, sé que está muerto. Es una sensación más que una certeza, pero lo confirmo al palpar sus brazos, su rostro... no tiene vida. Tomo su pulso, sólo hay silencio.
Me acerco, lo observo. Intento definir su expresión, sus ojos… por última vez ¿qué vieron?

Ahora es cuando la voz se escinde, se vuelve mirada y alguien dice: Pero ahora ella tiene que irse. Se hace tarde y los papeles la estarán esperando. Tal vez a esta hora el teléfono comience a sonar de manera insistente. “No hay tiempo”, se dice a sí misma, y deja a ese cuerpo en su cama, sin preguntarle nada, sin buscar rastros u objetos que pudieran haberlo acompañado.
Desayuna algo, no por el desayuno en sí, sino para asir de cierta forma la escena que se repite cada mañana (en este momento muy dentro suyo podría estar pensando, sin saberlo: para recordar la disposición de los objetos tengo que volver sobre la misma acción. Es la manera que tengo de habitar este espacio, no puedo dejar de pasar por los mismos lugares sin recordar que algo hubo antes, ahí donde ahora no hay nada)[1].  


El pasillo del cuarto piso la recibió con sonidos de personas que realizaban actividades. (Ella podría haber pensado que todos recordaban de la misma manera, y que no podrían dejar de repetir la misma acción una y otra vez por más que quisieran en ese momento detenerse en cualquier instante, y dejar caer uno de los tantos papeles que iban y venían).
Un hombre se encargaba de llevar varias cajas, las pasaba de una habitación a otra, las mudaba como si se tratara de su propia vida que, envasada, era transportada de un espacio a otro. (Llegó a pensar que las cajas eran él. Ya no podía verlo, seis cajas grandes cubrían todo su cuerpo).
Este hombre llevaba más de treinta años trabajando en las oficinas, Katia -y detengámonos un momento para no olvidar esta primera vez que la imaginamos con nombre- se había enterado de ello por una de esas tantas conversaciones banales que suelen darse en los ascensores, donde el espacio reducido y casual condiciona la charla a ejes climáticos o laborales, entre otros.
Si tuviera necesidad de hablar en este momento Katia diría: Desde que lo conocí supe que tarde o temprano él se volvería una caja.
Katia tuvo el deseo de preguntarle si fuera una caja qué caja sería, de qué color… ¿de cartón tal vez…? ¿o de plástico…?[2]
(Creo que esta es la primera vez que me detengo a ver sus brazos, piensa Katia). Los brazos de este hombre son extremadamente largos. Dos sogas, brazos que podrían enrollarse y dar varias vueltas por su cintura.
No hay un siempre para las cosas que percibimos, antes ha habido algo. ¿Cuál era el antes de este hombre? Sólo se puede ver de él sus brazos largos de tanto llevar cajas.
Katia llegó a su escritorio donde tomó asiento y comenzó a clasificar los papeles.
(¿Por qué pienso en los brazos de este hombre? ¿Por qué hoy? ¿Por qué no deja de volver esta imagen de dos extremidades que parecen sogas?)
 Katia pensó también en el cuerpo que estaba en su cama. Un cuerpo que la esperaba, muerto, ya sin vida. Estaba en su habitación y ella tendría que llegar en algún momento y hacer algo con ese cuerpo.
Durante los instantes en que Katia pensaba detenía su vista, como si algún punto inmóvil de la pared o del techo apelaran a su nombre y ella no tuviera más remedio que escucharlos y responderles con toda su atención.
Después de tener distintos pensamientos acerca del cuerpo que estaba en su cama, dejó que su mirada retomara la selección de papeles y guiara a sus manos en la clasificación de los formularios, documentos y sobres. También ellos habían llegado hasta ahí porque algo requerían, o necesitaban, o tal vez, como ese cuerpo, esperaban.
(¡¿Y el cuerpo, eh?!) Un grito interno que sólo ella podía escuchar. Otra vez se metían en su pensamiento palabras inesperadas. La acechaban, reclamaban su atención y la llevaban hacia otro lugar. (¿Qué mundo está sucediendo ahora en mi habitación? ¿Estará ese cuerpo caminando por la casa, recorriendo mis rincones, inspeccionando…? ¿Se habrá ido…? ¿Pueden los muertos fingir que ya no están con vida cuando alguien los ve, y sin embargo deambular cuando se encuentran en la intimidad de una habitación ajena?)
-¡¿Pero qué es esto?!- Interrumpió una voz ronca de tabaco que se había detenido junto a su escritorio. -¿Acaso no sabe que ahora no es momento de pensar?, ¡Bah! ¡Mire usted!, ¡No, no me mire, no le he dicho eso! ¿Acaso no entiende las expresiones que usamos aquí?

La voz hizo aparecer un manojo de papeles, un manual sagrado que había sido especialmente redactado por alguien para ese lugar. No fue necesario buscar la página, esa voz conocía muy bien el manual, y con un rápido movimiento marcó en una hoja la frase exacta que ahora le indicaba a Katia: –Lea…- Y su dedo índice pareció asumir las palabras que ella comenzaba a pronunciar.
Entonces Katia leyó: Expresión Nº14 de la sección “Expresiones para el personal”: Mire usted: Tono sarcástico. No implica la mirada de la persona a quien se le dice “Mire usted”, sólo se le pide resignación, silencio y un poco de vergüenza. Expresión que busca efecto inmediato, sólo utilizable por un superior.
-¿Entiende ahora?- La voz roncaba, sonaba a un motor oxidado. –No deje que se acumulen los papeles, pero deje de pensar y trabaje.
Después la voz se fue, dejando un hilo de tabaco que parecía detener el tiempo de todo lo que atravesaba. 
En todos estos años que llevaba en la oficina jamás había dejado de realizar sus actividades, ni siquiera un instante, por detenerse a pensar en algo que pudiera involucrarla en una situación como ésta de la que emergía con temor.


(Es el cuerpo) Pensó otra vez, y una vez más. El cuerpo la perturbaba, el hombre de las cajas también. Se dijo a sí misma que dejaría de pensar en ese cuerpo que estaba abandonado en su cama y que no volvería a pensar en nada que tuviera relación alguna con cajas, fueran estas del material y color que fueran. Después no pensó más. Después miró los papeles.


Cuando llegó a su departamento evitó ir a la habitación. Quería demorar el encuentro, o propiciar el tiempo necesario para que algo inesperado pudiera suceder: un llamado o un timbre que requirieran su presencia de manera urgente. Pero nada de eso ocurrió. Tarde o temprano tendría que entrar en la habitación; hasta que ese momento llegara evitar la rutina era el plan necesario. Esta vez no iría de la puerta de entrada hasta su habitación a descalzarse y dejar los zapatos en el placard como siempre hacía; ahora tomaba de la heladera una comida que la esperaba desde la noche anterior. Luego cenó, masticando despacio, dejando entre bocado y bocado un tiempo elástico que debía atrasar el encuentro con ese cuerpo en la habitación. Se sintió sola. No parpadeó durante toda la cena.
 Cuando el cansancio se hizo presente y no tuvo más excusas para demorar el sueño, se levantó decidida a enfrentarse con el cuerpo que la aguardaba. Antes de meterse en la cama tenía que llegar hasta ella, y durante el corto trayecto que iba desde la puerta de la habitación hasta su lado de la cama no dejó de observar ese bulto estático cubierto por la sábana. Ahora ocupaba un espacio y se veía forzada a compartirlo.
Se metió en la cama, tratando de no rozar al cuerpo. Pero había una fuerza inquieta que la atraía. Deslizó su pie y lo frotó contra la pierna que se le ofrecía allí sin ninguna resistencia. Estaba fría. Retiró su pie.
No supo si fue por la necesidad de llenar ese vacío que el silencio provocaba, o si realmente quería manifestar lo que le había pasado esa mañana, pero de pronto y sin desearlo se vió hablando en voz alta: -¿Sabés qué? Por tu culpa esta mañana me llamaron la atención, me sacaron el reglamento, sí, me lo hicieron leer. Pensé en vos. Fue por tu culpa. Ahora no sé qué es lo que va a pasar... Nunca estuve en una situación así... ¿Creés que me vayan a decir algo?... Pienso que no, ya está. Fue sólo por hoy.
Hubo silencio, una pausa antes de continuar con un tono severo y sentencioso: -Mañana te vas. Cuando me despierte me gustaría que no estuvieras acá, no quiero problemas.

Cuando terminó de pronunciar estas palabras dejó de hablar.
Hubo un silencio intenso que remarcaba los sonidos, les daba mayor amplitud. Miró una vez más al cuerpo, una sombra con contorno. Le dió la espalda y se durmió.

Al abrir los ojos otra vez era de día.

(Olvidé todo, olvidé las palabras y el cuerpo en la cama). Cuando se levantó y buscó algo de ropa, el espejo le devolvió la imagen de una sábana abultada. Era el cuerpo. Entonces todo era real, ahí estaba otra vez, como si hubiera estado ahí durante toda su vida de cuerpo.    
-Bueno, tu última oportunidad, te vas. Cuando vuelva no te quiero acá.

Las palabras brotaban, era involuntarias. (¿Qué es lo que me lleva a decir esto, ahora?) 

Camino al trabajo pensaba en la vida del cuerpo. (¿Quién habrá sido? ¿Alguien lo busa en este mismo momento? ¿Cómo saber si alguien busca un cuerpo, por dónde empezar? ¿Cómo comenzar a narrar?)

Cuando Katia caminaba solía llevar en su cabeza una música de fondo según el estado anímico del día. Utilizaba generalmente canciones de películas o canciones que le gustaban mucho; a veces, cuando estaba inspirada, inventaba una película con su propia canción y luego su estado anímico proyectaba la canción de dicha película. La musicalización del momento es crucial para compreder las decisiones que Katia iba a tomar a lo largo de su vida porque sin la melodía adecuada no hubiera sucedido jamás nada. Había temas que tenían la fuerza de un tornado, otros que valdrían por toda la pena que su llanto jamás lograría manifestar.
Pero en esta caminata en particular hacia la parada del colectivo hubo un vacío de sonidos que comenzaban a perturbarla. Dejemos mejor que lo diga ella:


El cuerpo me quitaba espacios, el espacio era pensamiento y ahora era cuerpo. Así llegué a la parada del colectivo sin música imaginaria, sin pensar en ningún tema. “El horror… el horror…” Mi corazón estaba en tinieblas.




PARTE II: PEQUEÑAS ESCENAS DE LA VIDA LABORAL.

-¿La viste que rara está?
-Ayer fue igual, eh. No te creas que es de hoy. Además era bastante obvio que iba a terminar así
-¿Así cómo?
-Y... como perdida... Una chica tan joven, y de pronto le sacan el manual, ¿a vos te parece? Mirá que lo digo por lo de Ana o Juana, no sé, esa otra chica que estaba en el piso dos y andá a saber qué le pasó...
-Sí, es verdad, yo nunca le hablé pero me enteré del caso, alguien me lo comentó alguna vez. Algo malo seguro pasó.
-¿Viste?, y ¡Oh, casualidad! a esta también le sacan el manual
-Sí, shhh, ahí viene
-Buenos días
-¿Qué tal, querida? Hola, hola.



-¿Viste la cara que tenía?
-Sí, algo debe haber ahí. Además fijate: la ropa de hoy está arrugada, como si se dejara estar
-Mirala, preparando sus papeles, seguro quiere llamar la atención. Te lo digo yo que hace años que estoy acá, soy una experta en detectar estas actitudes
-No lo había pensado pero claro, ahora me cierra, seguro que ella provocó lo del manual, así la notan
-¿Te parece? Puede ser tal vez...
-Mirá, ahí pasa el de las cajas, ¡qué tipo raro!
-Están hablando, creo que nunca lo vi hablar con nadie
-Van para el ascensor, esto no me lo puedo perder
-Dale apurate, ya se cierran las puertas
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-¿A qué piso van?
- Al 4°
-Al décimo


-Lindo el día, ¿no?

-Sí, sí, lindo. Eh... Decime una cosa... No sé cómo preguntarlo... eh... Si fueras una caja... ¿qué caja serías?...


-Cuarto piso


(Ja ja ja ja, no lo puedo creer, lo hice, le pregunté, le pregunté, no lo puedo creer. Esto es demasiado, ja ja ja ja, creo que me voy a morir)

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-Escuchá esto, no lo vas a poder creer: dicen que le agarró un ataque o algo así, tal vez un shock nervioso, está encerrada en el baño hace como media hora, ¡y encima fuera del horario permitido!
-¡No! ¿Y qué más? ¿qué más?
-Nada, eso, que no la pueden sacar y parece que van a mandar al supervisor, o a los bomberos, qué sé yo.
-¿A los bomberos, te parece? Andá a ver qué pasa... digo, por si necesitan ayuda ¿no?
-Sí, seguro, voy a ver qué más te traigo, para mí el de las cajas algo tiene que ver
-Por supuesto
-Creo que hoy nos van a dejar salir a todos antes
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Ella está encerrada en el baño. Ya dejó de reír y piensa en los acontecimientos que desde el día anterior se encadenaron de manera tal que ahora la enmarcan entre esas cuatro paredes: Primero hay un cuerpo en mi cama; segundo me sacan el manual; tercero....
Y aquí las risas no pudieron ser silenciadas
(No lo puedo creer, se lo pregunté. ¡Y la cara que puso!)

Casi sin desearlo, sin darse tiempo a asumir sus propias ideas, las palabras del pensamiento se fueron desmaterializando y poco a poco tomó forma una melodía que provenía de su interior...
(¿Qué es esto...? ¡Sí, música otra vez!).
Todo estallaba en Anarchy in the U.K., se sentía con poder, reía desmesuradamente. De otro modo no podría haber sido, era necesaria esa música porque era lo que su ánimo había proyectado, era eso y...

Fuertes golpes en la puerta.

Katia abrió la puerta, acomodó sus ropas y salió del baño. Su cabeza estaba firme, ella era una persona que daba pasos y esos pasos dominaban el movimiento de su cuerpo. Atravesó un pasillo de rostros expectantes, que preguntaban con la boca abierta, que hacían correr el rumor con la mirada, y se regocijaban con el sólo hecho de pensar en todas las posibles atrocidades y castigos que le podrían aguardar. Algunos parecían exitados, se relamían. Katia caminaba sin notarlos.
Cuando llegó a su escritorio, el vacío, nada había ahí. (Parece un espacio abandonado por los años, si toco la mesa tal vez me quede polvo en los dedos). La música cesó.
Al darse vuelta algunos rostros permanecían escudriñando, otros simulaban volver a sus ocupaciones, sin dejar por ello de echar un vistazo a lo que ahí, en ese paraje del escritorio ubicado en el cuarto piso del edificio, iba a suceder.
-Sus cosas, señorita, ya no le pertenecen- El motor había sentenciado. La voz le dio un sobre, que en las manos de Katia parecía una pregunta que nadie había formulado. La voz ronca se alejó disolviendo a su paso los pocos rostros que quedaban después de haber colmado sus deseos de sufrimiento. Satisfechos, ya nada tenían que hacer allí. Cada uno fue ocupando el lugar que le estaba destinado, ellos que jamás tendrían una música en los oídos, ellos que serían cómplices por sus silencios.

Katia no abrió el sobre hasta llegar a su casa. Durante el viaje que realizaba en el colectivo el universo de Katia se quebraba y rearmaba imaginariamente. (¿Qué dirá este sobre? ¿Es un anuncio, un nuevo comienzo? ¿Qué tal si es una rebelación? ¿Qué tal si...?
I see a red door and I want it painted black. No colors anymore I want them to turn black...)



PARTE III: SOBRE LA VOZ

Al llegar al departamento Katia abrió el sobre: un cd.  Recordó por un momento que el cuerpo estaba en su cama, a sólo unos pasos, y sin embargo parecía tan lejano.
Katia detuvo largo tiempo su mirada en ese rostro que el cd le devolvía de manera distorsionada. Tal vez el mensaje era ése, tal vez no hacía falta escucharlo. Imaginó entonces las posibles canciones que podrían estar en ese cd, pero luego pensó en palabras, palabras que se fueron uniendo a otras hasta formar todo un mensaje que ella inventaba en la voz de un hombre: "Sus cosas señorita, ya no le pertenecen. Sus cosas, señorita, nunca han sido suyas. Verá, un contrato la ata a sus cosas, y esas cosas son nuestras. Así como se las cedimos, ahora se las quitamos. Un pedazo de su vida se queda aquí, en las oficinas de Esta Company. Ahora ya no tiene números ni cuentas bancarias, su tarjeta -que siempre fue nuestra- ahora vuelve a donde todo comienza: el centro de la vida, el centro de la ciudad."

Pensó que eso sería demasiado.
No dudó más, puso el cd y esperó con los oídos atentos. El sonido que vino después ya lo había escuchado antes en la casa de su abuela. Ella era pequeña y el disco giraba sobre el tocadiscos. Un ruido rasposo, la púa y el gran plato negro que giraba. Ése era el sonido que ahora escuchaba, el que antecede o sigue a la música. Recordó entonces a una tal Margot, pero su pensamiento se vio interrumpido por una voz metálica que comenzó a asumir las siguientes palabras:

Pocas veces utilizamos estos canales. Como sabrá creemos en las oportunidades. Preséntese mañana a las 10 de la mañana por el taller ubicado sobre la calle Lima. Sea puntual y discreta. Atte. La Dirección.

El sonido rasposo le hizo saber que el mensaje había terminado. Claramente algún aparato había distorsinado la voz originial, si es que había habido una alguna vez.
Mayores incertidumbres se desparramaron por su pensamiento. Algo raro había en todo eso, algo que no estaba bien. ¿Por qué tanto misterio?, ¿Por qué un cd y no directamente una persona citándola o un mensaje a través del correo electrónico? Puso otra vez el cd para escuchar con mayor atención: nada. No había grabación alguna sobre ese disco plateado que le devolvía una mirada perpleja.
Buscó un equipo de música que tenía en la habitación, puso el cd... vacío total.
Sintió que en el espejo que estaba junto a ella una sombra rápida había pasado; giró sobre sí misma para comprobar que el cuerpo que estaba en la cama se encontraba un poco desplazado. 
Todos los gestos que había realizado parecieron automáticos: ir a la habitación, abrir la compactera, poner el cd, después play, play insistentemente, nada... y ahora el espejo que le traía una imagen que nunca se había ido.
Pudo confirmar los cambios: el cuerpo un poco levantado, como si estuviera cansado de estar muerto y acostado, y ahora quisiera estar reclinado sobre su espalda, y la sábana que ya no lo cubría.
Katia tuvo miedo pero se acercó a pesar de todo.

Puso su cara junto a la cara del cuerpo (¿Y si ahora abre los ojos y me mira?) Para ser un cuerpo muerto no estaba nada mal. Observó los detalles de la piel, pequeñas grietas que parecían adquirir relieve sólo para salir de la piel misma. Los párpados estaban cerrados. Katia tuvo deseos de abrirlos con su dedo índice, de inspeccionar cómo eran los ojos de la muerte. Los labios eran carnosos.
(¿Cómo habrá sido su voz? ¿Qué palabras le gustaron? ¿Qué cosas dijo? ¿Qué me diría si ahora abriera los ojos y me viera verlo?)


Katia estaba tan cerca del cuerpo que le pareció escuchar un respiro suave y acompasado. Tal vez era su misma respiración la que respiraba por los dos.

Por la ventana entreabierta empezó a entrar un viento tibio. Durante toda la tarde se había sentido el calor húmedo del que tanto habían hablado en los noticieros. Recordó entonces que tenía sed y fue hasta la heladera a buscar un poco de agua fresca. Mientras bebía a grandes sorbos pensó en una idea que al principio le pareció absurda, pero que pronto se fue volviendo más intensa hasta volverse un pinchazo agudo. La idea persistía y la acompañó hasta la ducha, la siguió mientras sus manos prepararon la cena, y la acechó punzantemente a la hora de tomar un café: ella podría acostumbrarse a convivir con ese cuerpo.  
Se sintió feliz y aliviada, había decidido: al siguiente día no iría a la calle Lima, al siguiente día le compraría unas fresias al cuerpo y se las dejaría de su lado de la cama.



PARTE IV: EL DÍA SIGUIENTE

Tenía una pollera que le llegaba hasta las rodillas, la tela era suave, se movía con cada paso, envolviendo así a las piernas que se adelantaban y parecían querer salir de esa tela. (There she goes again…) Había algo de imprecisión en esa mañana -no sabía si era el destello quieto de luz que atravesaba las hojas y ramas de los pocos árboles de la cuadra, o si la consecuencia de un sueño cómodo y tranquilo le dejaba una percepción nueva y relajada- que le daba a su vida en ese momento una sensación de incertidumbre que le gustaba. (Todo está por hacerse).
Ella podría haber elegido ir a ese lugar de la calle Lima, ella podría haber sacado un pasaje de tren e irse lejos para empezar algo nuevo en otro lugar, pero decidió quedarse y aceptar todo lo que el azar, la coincidencia extraña de tiempo y espacio, hiciera surgir.
Y fue justamente por azar, por azar desencadenado a partir de sus decisiones, que se encontró de pronto en la esquina de un puesto de diarios observando algunas revistas que se le ofrecían quietas y expectantes. Miraba de manera calma, saboreando los títulos, las tapas, los colores y fotografías hasta que el regodeo fue interrumpido por un brazo largo que se le atravesaba por "Protestemos" y "La Charles Bardié" interrumpiéndole la lectura de los subtítulos. El brazo largo tomaba un diario, el brazo largo de remera rayada blanca y verde, el brazo larglo, largo... ¿dónde había visto un brazo así?
El brazo le indicó el camino, su mirada fue subiendo poco a poco por esos surcos verdes y blancos hasta llegar a ver unos ojos que a su vez la miraban y le hacían una pequeña sonrisa al tiempo que la sonrisa se desdoblaba y comenzaba a hablar: -Nunca me diste tiempo de responderte, te fuiste muy rápido y no supe nada más de vos. Sería de madera, pequeña, casi como una caja de recuerdos, y es más, adentro llevaría unas fotos,  una carta y algún objeto robado, un tesoro.
Katia estuvo petrificada durante unos instantes. El olor a fresias la devolvió en sí. -Tomá, las compré para mi casa, pero te las dejo.
El brazo verde y blanco le acercó el paquete no sin antes anotar su número telefónico en un papelito y dejarlo entre los colores como una pequeña ofrenda.

Al llegar a su departamento Katia puso las fresias en un vaso de vidrio y se las acercó al cuerpo que con tanta calma la había esperado. (¿Las flores como síntoma de una extraña casualidad destinada?, ¿estamos destinados a ser casuales?): -Tomá, mirá lo que te traje, para que te alegren un poco la vida... bueno... la muerte. Me las acaban de dar. Es muy raro todo esto.
 Se fue a dar un baño. Quería agua en su cara, en su cuerpo. Quería olvidar por un instante todo lo que la rodeaba, el hombre que había encontrado, las flores, el cuerpo, el agua que ahora caía y la refrescaba mientras pensaba que quería olvidar por un instante todo lo que la rodeaba.








[1] Le podríamos decir: entonces si no hay nada, hay algo. La cotidianeidad de los objetos es un espacio-escenario. Sabemos que están ahí porque los hemos incorporado al hábito, pero efectivamente cuando nos acercamos a la mesa y tomamos una taza sabemos que esa taza es, y que ha estado esperando el momento propicio para salir del fondo y volverse acción. "No soy más un decorado", podría decirnos, "He aquí mi papel".
[2] Aquí se archiva una nota mental de Katia: la próxima vez que lo cruce hay que preguntárselo. El momento inquisitorio tiene que ser cuando lo cruce en el ascensor y las puertas se abran y alguno de los dos baje. No tiene que dar una respuesta, la idea es dejarlo perplejo y que las puertas se cierren. Después reír sola.

Hablar solas

Últimamente siento una mano más fría que la otra. La pregunta es ¿Por qué?
Creo tener la respuesta: hoy ha comenzado el otoño. Y trajo recuerdos. Mientras froto mis manos para darles más calor adviene una revelación: de mi familia pertenezco a la tercera generación de mujeres que camina arrastrando los pies. Mi abuela lo ha hecho, mi madre también. Pero eso no es todo: descubrí que además desarrollé ese don extraño del que sólo mi abuela y mi madre habían dado pruebas genuinas de poseerlo; el don de hablar en voz alta, estando sola.
Me descubrí hace unos días hablándole a la radio, comentando, acotando, riéndome con ella. En un instante todo cobró para mí el mayor significado: con que así se siente, eh. Fue simplemente eso, una frase dicha en voz alta que confirmaba un desconocido presente; después todo pensamiento se verbalizó en la soledad de lo cotidiano.
Muchas veces había hecho la prueba (indicios, prácticas o entrenamientos previos a este nuevo estado de ser que ahora me reclamaba): espiaba a mi madre en sus momentos de habladuría solitaria. Si ella llegaba a percibir mi presencia,  su conversación con los objetos perdía sentido.
Viene otra imagen: mi abuela tejiendo y hablando sola (¿o le hablaba a la lana, o a las agujas?) Ahora que lo pienso bien tal vez por ello mi abuela tejió esos patines de lana. Muy dentro suyo intuía que tarde o temprano arrastraríamos los pies. Pero para mí esos objetos antes que ser herramientas para desplazarse evitando el contacto con el piso de madera, eran diversión. Yo me deslizaba, reía.
Y ahora me veo hablando sola, frotando mis manos y diciendo en voz alta “llegó el otoño”. ¿A quién le hablo?
Entonces me doy cuenta de que todavía estoy acá aguardando una respuesta. Mi madre y mi abuela también están acá, esperando en algún lugar de estos recuerdos.
¿Hablamos solas, en nuestros encierros? ¿Por qué dejar la palabra así, derrocharla al silencio?...  ¿Le hablamos a los objetos?, y si tuviéramos un auditorio de carne y hueso… ¿qué les diríamos?
Me senté a escribir. Pensé en un momento darle un sostén a todas esas charlas solitarias de mi abuela y de mi madre con los objetos. Pensé en escribir todo lo que podrían haber dicho, pero no… Bastó el gesto de hablar para poder desencadenar la escritura.
Ahora ya no hay abuela ni madre, somos las tres escribiendo.
Hablando solas, preguntándonos qué es lo que ha cambiado.


viernes, 22 de julio de 2011

Todo sobre mis uñas

Llegué al punto de mi vida en el que debo hacer una confesión: devoro mis uñas (y tengo además memoria eidética). Cada imagen que recuerdo se presenta muy colorida y nítida, hay precisión en los detalles. Recuerdo fragmentos de mi vida dotados de 360 grados. Puedo cerrar los ojos y recuperar toda la escena: aquí el sillón verde con botones en el centro de cada almohadón; la luz que se escapa por la pantalla del velador de pie corre en dos direcciones: hacia arriba, volviendo evidente así la oscuridad que se derrama sobre la pared, y hacia el costado del almohadón derecho  (esto a su vez le da al almohadón izquierdo una tonalidad diferente, como si quisiera diferenciarse del otro por la luz que a éste le llega, pero deseara también la sombra que se escapa de la pantalla). De pronto la imagen es interrumpida por una niña que salta y se hunde en los almohadones, y en esa caída la luz y la sombra se vuelven oblicuas. El salto de la pequeña ha roto esa disputa visual que ocurría en un rincón de la casa.
Ella debe tener alrededor de 6 años. (Me miro de lejos y sé que estoy por hacerlo). Me miro ahora situándome en el cuerpo de aquella niña de 6 años y veo que unos deditos se acercan a la boca. Me pongo a roerlos como un ratón. Quito la mano… la detengo y la miro… observo con perseverancia… Los gestos repetidos se vuelven un hábito, el hábito se vuelve un ritual.
En esos momentos parece que el mundo se detiene junto con mi vista: un primer plano de unos dedos comidos, y no hay resto sólo mundo en silencio.
La pequeña yo vuelve a llevar los dedos a la boca. Muerdo las uñas, la piel, hasta sangrar. Muchas veces arranqué la cutícula, dejé que la sangre brotara y nuevamente… la detención del tiempo.
Es un arte comerse las uñas, produce en mí un efecto hipnótico del que no puedo desprenderme.
Desde que me recuerdo no se presenta ante mí una imagen en la que no esté comiéndome las uñas. A veces me pregunto por dónde empezar, están tan cortas que no pueden siquiera rasguñar. Entonces me encierro en el baño y con una pinza escarbo, tiro y arranco.
Son años y años y años de comer uñas. La forma de los dedos cambió, las puntas ahora son redondas, como la de los extraterrestres que muestran en las películas.
Me resulta muy difícil escribir todo esto. Cada palabra implica frenar alrededor de 4 minutos para comerme las uñas. Sería necesario entonces marcar las pausas, para que cuando se lean estas palabras…….. se comprenda que estos intervalos también han participado de esta escritura………..
Llegué a darme cachetazos, a interpelarme en una especie de grito finito casi aplastado: ¡basta cecilia! ¡basta! Pero no. Es más fuerte que mi voluntad….…….
Muchas veces dejé de hacer cosas por ir a comerme las uñas, como este preciso momento que acaba de pasar en el que me ausenté por 10 minutos –lo sé porque me fijé la hora antes de irme- para comerme las uñas. Sí, lo confieso: soy una comedora de uñas profesional.
Cuando a mi madre se le acabaron los remedios caseros –esmaltes con gusto ácido, piedras naturales de una herboristería que me dejaban los dedos negros y tenía que soportar al día siguiente las burlas de mis compañeros en la escuela, placebo de uñas postizas, etc.- mi padre me llevó con el doctor Saucedo, un pediatra que no tenía tacto para nada ya que me dijo que si seguía así me crecería una mano en la panza, a lo que le respondí con un lastimero llanto de angustia……………… ¡Yo te maldigo Saucedo!
A veces me sucede algo que llamo “ataque de uñas”. Son episodios de arrebatos de ansiedad donde no dejo de comerme la uña de cada dedo. Realizo una poda total después de un período de abstinencia. El momento posterior a estos raptos de pseudo-canibalismo que atentan contra mi cuerpo siento una gran frustración. Me angustio porque no pude contenerme. Cuando tengo estos ataques me lastimo y después no puedo cerrar las manos, el dolor es tal que tengo que alejarme de limones y otros cítricos cuyas gotas pudieran atentar contra mi tranquilidad. Si en ese momento tocara sal me arderían los dedos, o tal vez me volvería de piedra.
(Ahora que lo pienso, encuentro un argumento a favor: si no me comiera las uñas esto no podría ser escrito).
Sin embargo tengo un límite en el que dejo de comerlas: cuando paso las uñas por mi cara y ya no me raspan. Pero para llegar a ese punto debo atravesar todo este ritual que comenzó tiempo atrás, cuando la luz de la lámpara se escapaba para dejar a uno de los almohadones del sillón verde a merced de las sombras.




Mujer de boca roja

Different colours made of tears. 
Velvet underground
 
Todos los días quiero terciopelo en mi cara, dice Madame mientras lleva a su boca un cuadrado de azúcar. El cubo, Madame... es un cubo.
(Y las polleritas cortas y los shorts con cinturones anchos). La habitación decorada de arabescos y alfombras rojas.

Madame se desnuda, sólo deja su collar que cae desde el cuello hasta su ombligo. Entre sus pechos se mece cuando Madame camina, y es perfecto.

De a poco, de a uno, ellos vienen. Por momentos se desesperan y relamen; llegan más y todos quieren un lugar junto a Madame (para tocarla, para verla). 
Quiero que nunca deje de llover, dice Madame  mientras fuma su cigarro y ríe extasiadamente.

Su pintura se corre. Madame está agitada y lo presiente. Camina, baila, ríe. Madame cae en colores. Los párpados, el verde de las sombras; las pestañas, el negro delineador. Todo parece desprenderse desde Madame, se derrite su rostro empapado. 

Madame se acerca a una joven, todas ríen ahora. (Los shorts, las polleritas cortas). Madame se pone detrás de la joven y mete su mano por debajo de la pollera, luego mueve su mano. La joven ríe, todas se ruborizan y hablan por lo bajo entre secretos. Madame le quita la faldita, la toca delante de todas.
Otras se acercan y miran. Madame sonríe, inclina su cabeza por delante para ver su mano entre las piernas de la joven.
Un cubo de azúcar, Madame, derretido en tu boca. 

Pero algo irrumpe esta escena: el marco, es una ventana, y por afuera las miradas de otros que no ríen como Madame.
Madame de pupilas enormes se acerca a ellos. Ahora están separados por un vidrio que puede quebrarse con un suspiro. Todos serios. Todos se miran. Hasta que Madame explota en una risa y se las deja retumbando en sus caras.
¡Un cubo de azúcar para todas las muchachitas!, grita Madame mientras vuelve a tomar su lugar detrás de la joven, y otros miran, otras se acercan y tocan a Madame, y algunos escuchan Velvet en imágenes de Madame y la joven proyectadas sobre la pared.